"El trasfondo humano de la guerra" es la tercera parte de una serie iniciada con 'El sitio de Leningrado'
y 'La retirada', en la que se cuentan las campañas bélicas en el frente
soviético durante la II Guerra Mundial. El título original de este tercer volumen es 'Total war: From Stalingrad to Berlin',
 así que puede verse claramente la diferencia que se ha hecho con el 
título español, seguramente porque es cierto que el espacio ocupado por 
la descripción de las maniobras militares es menor que el dedicado a las
 observaciones de los soldados que participaron en ellas. El autor, Michael Jones,
 profesor y doctor en Historia, deja hablar a decenas de testigos 
directos a través de sus cartas y de transcripciones de entrevistas, 
para que sean ellos quienes nos muestren de primera mano lo que vieron y
 sintieron. Prácticamente no hay una sola página sin citas directas 
tanto de alemanes como de soviéticos. 
             
Este libro en concreto va desde junio de 1942, con los nazis, en el 
culmen de sus victorias militares, tomando la fatídica decisión de 
invadir la Unión Soviética, hasta la caída definitiva del régimen de Adolf Hitler
 tres años más tarde, tras su suicidio el 30 de abril de 1945. En él se 
describen no solo las heroicidades de los soviéticos, sino también sus 
violentas atrocidades, cometidas en respuesta a la agresión nazi.  
             
             
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            
            Descorazonador repaso, lleno de testimonios directos, del fin de la II Guerra Mundial  
            Tras multitud de cercos y batallas en terreno ruso, bielorruso, 
ucraniano,  
estonio, letonio, lituano y polaco, los alemanes fueron 
rechazados de vuelta  
hacia el oeste, hasta que el Ejército Rojo
 entró en la mismísima Berlín. Por  
el camino, a medida que las tornas 
cambiaban y la "horda asiática" se iba adentrando en territorio retomado
 a  
los alemanes, los militares soviéticos iban descubriendo las brutales
 salvajadas cometidas por los nazis: robos,  
violaciones, destrucción de 
ciudades, quema de cosechas y alimentos que no podían llevarse, e 
incluso tácticas  
tan refinadas como dejar campos de concentración llenos
 de enfermos de tifus para que al llegar los  
liberadores soviéticos, 
éstos se contagiaran al ayudarlos.  
             
            
            Esto llegó a su culmen con la liberación de los infames campos de Majdanek y sobre todo, Auschwitz,
 donde si el Ejército Rojo hubiera tardado una semana más en llegar 
probablemente no habrían encontrado casi ni rastro de lo que había 
pasado allí. Los crímenes allí ocurridos son bien conocidos, pero un par
 de detalles bastan para recordarlos y sugerir cosas peores: el 
comandante Vasily Petrenko dice que "en las 
chimeneas derruidas de los crematorios encontraron pegada a los muros 
una capa de grasa humana de 45 centímetros de grosor". "Cuando
hubieron inventariado las ropas almacenadas en los depósitos,
contabilizaron 348.820 trajes de hombre y 836.525 de mujer"
 (nótese la diferencia). Los zapatos eran millones, así que ni los 
contaron, y había paquetes de cabello humano con un peso conjunto de 7,8
 toneladas. 
             
            
Todos estos descubrimientos, junto a las muertes padecidas por los 
propios familiares de los soldados soviéticos, hicieron que parte del 
Ejército Rojo quisiese devolver todo ese sufrimiento cuando tocaba el 
momento de su victoria. La ira aumentó cuando al invadir Alemania y 
encontrarse una de las naciones más industrializadas, ricas y avanzadas 
del mundo, con casas cómodas y elegantes incluso entre gente modesta, 
muchos soldados de pobrísimas partes de la URSS, que 
jamás habían visto un grifo, por ejemplo, se indignaron pensando que qué
 necesidad tenía una nación con esa calidad de vida de invadir otra que 
ya había sufrido siglos con la dureza de su clima y gobernantes. 
             
            
Hubo ejemplos de admirable contención por parte de los soldados 
soviéticos, pero también muchos otros de violentas venganzas guardadas 
durante años. Algunas de las más descorazonadoras o reveladoras no son 
siquiera las más atroces, como por ejemplo el de un ruso que mató a una 
vaca alemana porque los alemanes, tres años antes, habían matado a la 
única que tenían en su familia, otro que se puso a destrozar tanques que
 podían servirles a los soviéticos "porque eran bestias alemanas",
 o como el del alemán comunista que había guardado celosamente su carné 
del partido a riesgo personal durante más de una década de nazismo, y 
cuando salió a recibir a los "liberadores" soviéticos lleno de alborozo, estos lo derribaron de un culatazo sin preguntar, lo patearon y lo mataron.
             
             
            
Sin embargo, quizá la historia más acongojante sea la que cierra el epílogo del libro, la de Alexei Kovalev,
 el hombre que colocó la bandera soviética sobre el Reichstag de Berlín 
en mayo del 45, imagen icónica de la guerra, y cuya identidad quedó 
silenciada porque era ucraniano y a alguien se le ocurrió que para darle
 coba a Stalin, que era georgiano, se diría 
públicamente que había sido otro soldado paisano suyo de dicha república
 quien lo había hecho. Cuando Jones fue a entrevistarlo para el libro 
con el ánimo de reivindicar la verdad, Kovalev le contó el precio que 
tuvo que pagar por estar a la vanguardia del avance soviético durante  el
 último  par de años, como explorador de reconocimiento.  Es  todo  un 
puñetazo en el estómag.
             
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